Durante los años difíciles, un buen hombre a quien conocí muy bien alquiló unas tierras para cultivarlas. En ello estaba cuando el apero de labranza tropezó con algo. Le imprimió más fuerza y, del impulso, afloró el cadáver de un soldado que se hallaba semienterrado. Tras la sorpresa por tan horrendo descubrimiento, tiró de él para apartarlo a un lado y continuó la labor mientras pensaba qué destino darle. Unos metros más allá, el instrumento volvió a atascarse. Era otro combatiente muerto. Repitió la penosa operación y no pasó mucho tiempo hasta que apareció un tercero. Luego, el cuarto. Otros después. Al finalizar, los cuerpos apilados sumaban una veintena. Aquella finca, convertida hoy en un polígono industrial a seis kilómetros de Toledo, había sido escenario de una de las más terribles batallas de la Guerra Civil.
Ese suceso y otros mucho peores que se contaban sobre nuestra contienda, han recobrado vida en mi memoria a raíz de los acontecimientos de estos días. En una entrevista a medida que la prensa del régimen nacionalista le ha dedicado al consejero de la Generalidad, Josep Huguet (apodado por su grey como el Lenin del Bages), este republicano escupe su particular fórmula para la obtención de su ansiada independencia:
«Sin tanques, necesitamos ser persistentes».
«Sin tanques», dice. Sin tanques. No sé ni cómo se atreve siquiera a frivolizar con algo así. Cualquiera pensaría que casi que lamenta no tener un ejército a su disposición para conseguir el asunto por la vía rápida, aplastando calaveras. ¿Le gustaría que volviéramos a matarnos entre nosotros, como en el 36? ¿A qué viene entonces hablar de tanques? Por ahora desconocemos si en caso de conflicto armado Huguet se encaramaría a un blindado para derramar hasta la última gota de sangre por su amada Cataluña, o si, por el contrario, seguiría los pasos de su correligionario de ERC, Lluís Companys. Aquel mesiánico y agitador presidente de la Generalidad que con sus discursos incendiarios envió a muchos catalanes a la muerte, pero que luego cargó a la querida en el coche oficial bajo el amparo de la noche y huyó a esconderse en Francia, abandonando a los suyos frente al avance de las tropas franquistas comandadas por el general Yagüe.
En la manifestación del pasado 10 de julio en Barcelona, junto a consignas proterroristas a favor de la banda Terra Lliure, se coreó otra que también pone los pelos de punta:
«¡Guerra, guerra, guerra; guerra por la tierra!», invocaba un amplísimo sector.
¿Llamamientos a matar y morir por un palmo de suelo? Imagino que quienes más alto chillaban tal cafrería debían de ser esos mismos que a la hora de la verdad se asustan hasta de una polilla, los que para quemar una bandera, un símbolo monárquico o encadenarse en la puerta de la COPE, se encapuchan u ocultan tras una careta porque no se atreven si no. O sea, quienes nunca se han distinguido precisamente como valerosos y aguerridos.
Estamos en 2010 y resulta muy triste descubrir que desoímos totalmente las enseñanzas de la Historia, de nuestro pasado común. Seguimos cometiendo los mismos errores y no aprendemos que, en las guerras, casi nunca mueren quienes las provocaron.