13 AÑOS DE CRÓNICAS EN ‘CATALIBANES’ 

9 de julio de 2015

Fábrica de monstruos

Estoy leyendo Auschwitz: los nazis y la “solución final”, del periodista e historiador Laurence Rees. El libro pertenece a una serie del mismo autor dedicada a los principales genocidios perpetrados en la Segunda Guerra Mundial y al cual se suma El holocausto asiático, sobre los crímenes del ejército imperial japonés (que también me he comprado y cuya portada trae una espeluznante instantánea), y otro más donde describe con desasosegadora crudeza los asesinatos en masa estalinistas.


Los textos y audiovisuales de Rees son
utilizados como material didáctico
en las escuelas británicas
Los tres volúmenes son la versión impresa, en papel, de varios documentales realizados por Rees para la prestigiosa cadena de televisión BBC.

En su ardua labor de investigación, el autor se entrevistó con testigos y con víctimas supervivientes. Pero también con sus verdugos. Y dentro del prólogo de Auschwitz, el escritor destaca un dato que le llamó poderosamente la atención durante sus conversaciones con estos: todos trataron de justificar sus atrocidades presentándolas como fruto de la ineludible obediencia que debían a las órdenes de sus superiores... excepto los criminales del Tercer Reich, quienes no mostraron arrepentimiento alguno y estaban convencidos de haber actuado bien.

¿Por qué esa abismal diferencia? El régimen de Hitler les había inculcado con asombrosa eficacia una visión perversa y deshumanizada de los judíos. Millones de alemanes fueron adoctrinados en la creencia de que, lejos de resultar abominable, la erradicación del pueblo semita era necesaria para salvar a la nación. Que constituía un encomiable acto higiénico. En nada diferente de una desratización o del limpio proceder de un ama de casa empleada a fondo en exterminar una plaga de cucarachas recién detectada en su cocina, y a quien solo cabría felicitar por ello.

Dos fueron las técnicas empleadas para lograr tan aberrante programación mental: el bombardeo ideológico de la población mediante una potentísima maquinaria propagandística con abundante recurso audiovisual, por un lado, y el control de la educación por el otro.

En especial el control de la educación, de los valores morales que se les impartían a la infancia y a la juventud, y que en cualquier sociedad lo representan todo. A fin de cuentas, la única cosa que distingue a, pongamos por caso, un antropófago nacido en una tribu de Nueva Guinea de nosotros consiste en que desde pequeñitos nos han enseñado que eso de devorar al prójimo no es del todo correcto.