13 AÑOS DE CRÓNICAS EN ‘CATALIBANES’ 

5 de febrero de 2017

Cuento: ‘Procesus interruptus’

Gonzalo Guijarro Puebla es un apasionado de la literatura. Y del mar, que sale a surcar en velero siempre que puede. Autor de numerosos artículos en prensa y de libros, ha ganado el Certamen de Cuentos Villa de Mijas 2002, las ediciones IX (2001) y XXI (2014) del Certamen de Relato Breve Fantástico de la Universidad del País Vasco; el primer premio Vigía de la Costa de Benalmádena en 2001, con el relato breve Involución, y el tercero al año siguiente, con Desalmados; se ha alzado en dos ocasiones con el Premio Nostromo de narrativa marítima: en 2007, por Memorias difusas de Isidro Blanco, y en 2012 por Faro Villano, una novela de aventuras ambientada en la Costa de la Muerte, en la Galicia de posguerra, donde se entreteje una intrigante trama de espionaje, nazis, submarinos y oscuros intereses internacionales. Y fue distinguido con la mención de honor en el XXIX Premio Nacional de Cuentos José Calderón de Reinosa.

«Divertidísima. Ya era hora de que alguien se atreviera a ironizar con tanta gracia y valentía sobre la corrección política», opina en Internet un lector de Hispacíborg, su última obra de ficción publicada, una delirante sátira escrita «con brillantez» —valora otro— sobre el sistema educativo. Sector este, el de la enseñanza, que conoce bien porque ha ejercido la docencia durante más de 35 años y fue portavoz de la Asociación de Profesores de Instituto de Andalucía (APIA).

Nostromo, una expresión náutica con la que
el concurso quiere homenajear al escritor
y marino Joseph Conrad (1857-1924) por
su celebérrima novela así titulada
Don Gonzalo es también seguidor de este blog. Y ha tenido la gentileza de ponerse en contacto conmigo para regalarnos una creación inédita y desternillantemente cáustica. Me comenta en su carta que encontró inspiración en un suceso luctuoso protagonizado en Cataluña por un menor de edad y acerca del cual escribió un razonado análisis en el diario El Mundo, que cuestionaba la versión oficial dada por las autoridades desde la Generalidad («¿Un brote psicótico?», 24-04-2015).

Seguro que todos disfrutarán leyendo este retrato fiel del nacionalismo, y de nuestra sociedad en general, logrado merced al delicioso prisma del humor. Y que se lo agradecerán tanto como yo:

Procesus interruptus
Todavía falta más de una hora para la llegada del Molt Honorable, pero la Ciutat Vella de Barcelona es ya un hervidero de hombres, mujeres y niños que portan pancartas triunfales y tremolan esteladas en el aire claro y sereno de la mañana de otoño. La multitud enfervorizada converge desde la periferia de la ciudad hacia la ya abarrotada plaza de Sant Jaume, que será el epicentro del alborozado advenimiento que está a punto de producirse; el mágico lugar en que ha de proclamarse, urbi et orbi, la inminente buena nueva. En las hermosas calles del barrio gótico resuenan los jubilosos cánticos coreados por una muchedumbre que se compacta por momentos: Ánim companys, que aquesta vegada sí que és la bona!
Aferrándose con tenacidad a una de las farolas que enmarcan la puerta principal del Palau de la Generalitat, dos parejas de mediana edad defienden su privilegiada posición, resistiendo como pueden los embates de quienes, no habiendo madrugado tanto como ellos, intentan ahora con malas artes hacerse un hueco en primera fila.
Jordi escolta, que es volen colar! —le advierte con alarma Remei a su pareja de hecho.
A veure, home, no empenyi, que aquí tots som patriotes però nosaltres hem arribat abans —se encara Jordi civilizadamente con el que empuja, que resulta ser un venerable y atildado anciano de blanca barba.
—Usted perdone, es por mi nieto —replica en perfecto catalán el anciano, haciendo gala de una beatífica expresión y señalando al chaval que lo acompaña—. Sólo deseo que las imágenes de este día inolvidable se graben para siempre en su joven memoria, y así, dentro de cincuenta años, pueda contarle a sus nietos que su abuelo lo trajo a contemplar el feliz nacimiento de la patria. Si fueran ustedes tan gentiles de hacerle un hueco, yo le esperaría en el bar más próximo, que ni mis piernas ni mi corazón están ya para estos trotes.
Conmovido en lo más hondo por tan entrañable súplica, Jordi consulta democráticamente con la mirada a sus tres acompañantes, que se avienen de inmediato a conceder lo demandado.
—No faltaría más —le dice con voz quebrada la Remei al anciano, al tiempo que se enjuga con disimulo una lágrima—. Váyase usted tranquilo a ese bar y descanse, que bien ganado se lo tiene; y descuide, que su nieto verá el nacimiento de la patria en primera fila, como corresponde a los que han de ser su futuro.
—Sí, y no se preocupe, que nosotros cuidaremos de su nieto —le aseguran al unísono la Dolors y su marido, también emocionados.
—Se llama Antoni. —les informa el anciano, y se despide muy digno con un amago de cortés reverencia, antes de desaparecer entre la muchedumbre.
—¿Tienes sed, quieres un zumo? —le pregunta solícita la Dolors al chaval, que mira tímidamente al suelo—. Aleix, dame la nevera.
El muchachito acepta con expresión desconfiada el pequeño recipiente que le ofrecen, chupa un poco de zumo a través de la pajita de plástico y se sitúa junto a la valla portátil que delimita el espacio destinado al público. Los cuatro espontáneos encargados de su protección lo observan con arrobo e intercambian miradas de tierna complicidad.
—Tienes un abuelo maravilloso, Antoni, se nota que te quiere muchísimo —le dice Remei—. ¿Sois de Barcelona o habéis venido de fuera?
El chico farfulla algo incomprensible y hace un vago gesto que los otros interpretan como que vive fuera de la ciudad.
—No seas tan vergonzoso, Antoni, que nosotros queremos ser tus amigos —lo anima con maternal dulzura Dolors.
—Claro, hombre —tercia Jordi con viril aplomo—, que hoy no es día de timideces. Todo lo contrario; hoy es día de alegría y de decir en voz bien alta para qué hemos venido aquí.
Por toda respuesta, el chaval cabecea afirmativamente, se bebe de una larga chupada el resto del zumo y le entrega el recipiente vacío a Dolors.
—Pobrecillo —comenta ésta en voz baja a sus amigos—; es comprensible que esté un poco cohibido de verse solo entre desconocidos.
—Oye —le dice Aleix con expresión dubitativa—, y no será que es... Ya sabes, un poco...
—¿Retrasado? —completa la frase Jordi.
—¡Jordi! Mira que eres burro —se escandaliza su compañera sentimental—. En todo caso tendrá alguna pequeña discapacidad, padecerá algún síndrome, habrá sufrido un trauma debido a la opresión mesetaria.
Un lejano clamor interrumpe la interesante discusión terminológica. Repentinamente electrizada, la muchedumbre que desborda la plaza alza las pancartas y prorrumpe con renovado entusiasmo en apasionados cánticos. Un par de minutos más tarde, la comitiva oficial hace su entrada en la plaza. La reluciente hilera de automóviles se detiene y el Molt Honorable desciende solemnemente de uno de ellos. Los cánticos arrecian en un éxtasis de fervor colectivo. El President, tras recorrer con su complacida mirada la primera línea de patriotas, saluda levemente, compone un vigoroso gesto épico alzando su poderoso mentón y comienza a avanzar hacia la puerta principal del Palau de la Generalitat, pasando revista al destacamento de Mossos que rinde honores.
—Mira Antoni, ya viene el President. Y va a pasar a nuestro lado, casi le vamos a poder tocar. ¿No le quieres decir algo? —anima cariñosamente Remei al chaval.
El chico ni la mira, está pegado a la valla y parece totalmente absorto en el espectáculo. Algo molesta, Remei se desentiende de él y se suma a los aplausos y vítores de sus compañeros; el Molt Honorable, acompañado por sus más íntimos colaboradores y rodeado por una nube de agentes de seguridad, continúa avanzando majestuosamente y ya casi está frente a ellos. Es en ese preciso instante cuando el chaval se cuela entre dos tramos de la valla, da una breve carrera mientras saca del bolsillo y empalma una navaja automática, y le tira al President un golpe que tiene muy entrenado: la clásica puñalada trapera, que secciona la femoral y es mortal de necesidad. Sin embargo, en el último momento, los buenos reflejos de uno de los de seguridad alcanzan a desviar ligeramente la trayectoria de la estocada y el acero se hunde en el pantalón del mandatario a unos centímetros de su inicial destino. Un alarido de dolor descompone el semblante patricio del Molt Honorable, que adquiere de inmediato una lividez alarmante. Tras una fracción de segundo de aterrado estupor, la comitiva reacciona y se activan de inmediato los protocolos previstos para casos de intento de magnicidio. El precoz sicario es fulminantemente reducido a la postura de decúbito prono sobre el empedrado por un experimentado agente de seguridad de noventa kilogramos, al tiempo que el que ha desviado la puñalada le retuerce el brazo para que suelte la navaja. Otros cuatro de seguridad se llevan en volandas hacia el Palau al maltrecho President, que va dejando un reguero de manchas de sangre. Los Mossos del destacamento de honores se apresuran a crear un cordón a lo largo de las vallas que contienen al espantado público, entre el que ya se alzan algunas voces airadas:
—Ha sido un mesetari; seguro que es de Madrit.
Entretanto, en primera línea, Jordi, Remei y sus amigos ya están hablando con el Jefe de seguridad.
—...lo trajo un señor mayor que dijo que era su abuelo. Nos pidió que le dejáramos un sitio... —le relata ordenadamente y con rigor Jordi a los de seguridad.
—Nos dio pena, era tan mono... —le interrumpe Remei.
—Tenía pinta de charnego —comenta uno de la segunda fila.
—¿El abuelo? —se desorienta el de seguridad.
—Usted cállese, que el niño nos lo dejó a nosotros —le dice la Dolors al de la segunda fila.
—Por algo sería —deja caer la esposa del de la segunda fila.
—Oiga, oiga, ¿qué insinúa? —se alarma Aleix.
—A ver, ustedes cuatro acompáñennos —concluye el Jefe de seguridad.
Diez minutos más tarde, las añosas y emblemáticas dependencias del Palau de la Generalitat contemplan la febril actividad de otra jornada histórica. En una pequeña sala de la planta baja, tres médicos, que estaban entre el público y se han presentado de inmediato para ayudar, examinan la entrepierna del President.
—La hemorragia ya está contenida y la herida limpia y desinfectada. Afortunadamente no ha alcanzado la femoral. No es que la herida sea leve, pero desde luego no hay que temer por la vida de su excelencia —Tranquiliza al corro de altos cargos uno de los doctores.
—Pero le ha cortado un huevo... ¿No? —precisa con voz espantada un Conseller.
—Bueno, por desgracia... Sí, así es; pero ha sido un corte limpio que no... —empieza a explicar en tono apesadumbrado el galeno.
—¡Quééé! ¡Que me ha cortado un huevo ese fill de cabra! ¡A mí, al President! ¡Niñato de mierda! ¡Me cago en la madre que lo parió! ¡Y en la hora H del día D del proceso! Ara sí que m'ha fotut! —estalla de pronto el President, que va recuperando la color y las dotes de mando—. Y cúbranme los bajos con algo, coño, que con corbata y sin calzoncillos estoy haciendo un papelón.
Tranquilizados respecto a la gravedad de las heridas del Molt Honorable, los altos cargos, tras breve conciliábulo, se dispersan por los pasillos del vetusto e histórico edificio, en pos del cumplimiento de las complejas tareas que la delicada situación demanda. Seguir de cerca la investigación policial es competencia del Conseller de Interior, pero dada la edad escolar del frustrado magnicida, se ha considerado oportuno que su homóloga de Enseñanza lo acompañe, y ambos se dirigen presurosos a una amplia sala del sótano en la que se ha instalado provisionalmente la oficina en la que se realizarán las primeras pesquisas.
—A ver, ¿qué han averiguado? —le espeta el de Interior al Jefe de seguridad, tan pronto abre la puerta.
—De momento, poco —reconoce el experimentado funcionario—. Por lo visto al chico lo trajo un anciano de barba blanca y lo dejó al cuidado de esos cuatro. Pero del anciano no hay ni rastro. Al chico, por lo demás, no ha habido manera de sacarle más que tiene trece años. Incluso nos ha entregado una copia certificada de su inscripción en el Registro Civil, para que no hubiera dudas. Se llama Antoni Carmona Arrizabalaga, y es de Palafrugell. Los Mossos ya están buscando a sus padres.
—¡Maldita sea! No podemos esperar a encontrar a sus padres, hay que sacarle quiénes están detrás de esto antes de que puedan volver a interferir en el proceso —se irrita el Conseller.
—Entonces... ¿Se lo dejo a los Mossos para que lo interroguen? —inquiere dubitativo el de seguridad.
—No, por Dios, que es un menor —tercia horrorizada la de Enseñanza.
—¡Ah! Pues yo lo que ustedes decidan, pero que conste que por las buenas no dice ni pío —se desentiende el de seguridad.
—¡Pero qué menor ni qué ocho cuartos! Ese niñato le ha cortado un huevo al President. Y precisamente, el día en que iba a declarar la independencia. Hay que sacarle quiénes han sido los instigadores como sea —se desespera el máximo responsable de la seguridad ciudadana.
—¡Ay! Bueno, claro, que se trata de una cuestión de estado... Pero, en todo caso, que lo interrogue un pedagogo... O un psicólogo. O uno de cada. ¿Quieren que llame al presidente de la asociación de orientadores de secundaria, que tiene mucha empatía con los alumnos disruptivos? A lo mejor a él sí se lo dice —aporta su colaboración la de Enseñanza.
—Escuche, ¿de verdad que el crío le ha cortado un huevo al President? —interviene la Dolors.
—Señora, eso es un secreto de estado —se alarma el de Interior—. Apelo a su patriotismo y a su discreción para no divulgarlo; el futuro de la patria podría depender de ello.
—¡Uy! Pues yo ya lo he guasapeado —reconoce, contrita, la Remei, con el móvil todavía en la mano.
—¡Me cago en la leche! —explota el Conseller—. ¿Pero es que intentan ustedes sabotear el proceso? ¡Estamos rodeados de idiotas y de botiflers!
—Hombre, pues a estos cuatro sí que los podríamos interrogar a fondo —apunta el de seguridad—, que ya son cuarentones.
—¡Uy, nosotras qué va, no señor! Es solo que estamos un poco demacradas por el madrugón y el disgusto —protestan al unísono Remei y Dolors, al tiempo que extraen de sus bolsos las barras de carmín.
—¡Cállense! —truena el Conseller, y dirigiéndose a su homóloga de Enseñanza, añade—: Está bien, dejo en tus manos lo del interrogatorio, pero quiero resultados antes de una hora. Y que investiguen los posibles antecedentes de esos cuatro. Yo tengo que ir a leer ante los medios el comunicado oficial sobre el atentado.
Cinco minutos más tarde, el de Interior está repasando el comunicado oficial que han redactado entre sus cuarenta y nueve asesores, antes de salir a leerlo al balcón de las grandes solemnidades.
—Disculpe Señor Conseller —le interrumpe con expresión precavida un funcionario, presentándole un móvil—. El coronel de la Guardia Civil don Mandonio Arribas España al teléfono. Dice que es de la máxima importancia.
—¡Vaya hombre, lo que faltaba! —alza al cielo los ojos el de Interior—. El brazo de la opresión centralista que se aprovecha de nuestra momentánea debilidad. Seguro que gracias a esas taradas lo del huevo del President está ya hasta en el Facebook.
Y, armándose interiormente de sus más firmes convicciones, acepta el aparato y se dispone a rebatir cualesquiera insidias con que el poder central intente retrasar todavía más la anhelada culminación del proceso.
—Coronel, le ruego que vaya al grano y sea breve —dice secamente—. ¡Cómo! Que los padres del puñetero crío se han marchado hace dos días a Siria a luchar a favor del Estado Islámico. ¿Pero está seguro? Sí, sí. Ya, ya. ¡Hay que ver lo que son las cosas! ¡Ah! Pues sí, tiene usted razón, lo más raro es lo de la madre; porque siendo ella vasca... Oiga, ¿y de un anciano con barba blanca no saben ustedes nada? ¡Ah! Claro, que eso es ya competencia de la policía autonómica... Sí, sí, por supuesto que lo sabía, coronel; en realidad lo he dicho solo para ver si picaba. Pues muy amable, muchas gracias. Adéu, adéu.
Tras colgar, el de Interior devuelve el móvil maquinalmente al funcionario, mientras reflexiona sobre las consecuencias de lo que acaba de escuchar. Unos segundos más tarde, expone a sus expectantes subordinados la conclusión a la que ha llegado.
—¡Jodíos picoletos! Que preparen otro comunicado en el que no se insinúe que han sido los del Real Madrid, que ahora eso ya no va a colar —ordena, al tiempo que tira a la papelera el rimero de folios.
—Entonces, ¿le echamos la culpa directamente al gobierno central? —Pregunta el portavoz de los asesores.
—Hombre, eso tampoco Garriga, eso tampoco... Todavía no es el momento... Hasta que esto no se aclare un poco más, yo creo que lo mejor es la indefinición. Escriban algo que hable de la España negra. Ya sabe —matiza ecuánime el Conseller.
—Muy bien, como usted diga —asiente el asesor—. ¿Qué le parece un comunicado hablando del machismo del Cid Campeador y de los crímenes de Puerto Hurraco?
Da su beneplácito el de Interior a la idea y corre a informar al Molt Honorable de la situación, pero se encuentra con que el mandatario ya ha sido trasladado a un hospital, para ver de recoserle la gónada, que ha sido felizmente encontrada en una pernera del pantalón. Consciente de que el timón del proceso está momentáneamente en sus manos, comunica las últimas novedades a tres consellers que encuentra en el bar tomándose unas barreges y retorna al sótano para seguir de cerca los progresos de la investigación.
—Los padres del mocoso se han ido hace dos días a Siria a luchar por el Estado Islámico —le suelta abruptamente a la de Enseñanza.
—¡Ah! Pues entonces haré que lo interrogue también la Jefa del Departamento de Interculturalidad —decide de inmediato la Consellera, y le hace seña de que la avisen a un subordinado.
—Pero... ¿Le han sacado ya algo? —inquiere esperanzado el de interior.
—Bueno, estamos en ello. Pero ya tenemos aquí su expediente escolar completo. La criatura tuvo al principio algunos problemas de integración en su centro, debido a que sólo hablaba euskera y a su empeño en bailar zapateados y tocar las castañuelas en la clase de música. Afortunadamente, la inmersión lingüística surtió su efecto y actualmente el alumno Antoni Carmona Arrizabalaga es perfectamente capaz de repetir cualquier consigna, por absurda que sea, en correcto catalán. También puedo decirle que, según reza el informe del orientador de su centro, las agresiones de Antoni a sus profesores están bastante por debajo de la media. A mi entender, está claro que la criatura ha sufrido un brote psicótico —concluye la de Enseñanza.
—¡Pero qué brote ni brote! —se rebota el de Interior—. ¿Es que estás sorda? Te he dicho que sus padres se han ido con los del Estado Islámico. ¿Suena eso a brote psicótico?
—¡Anda este, con lo que me sale ahora! —exclama alzando la nariz su compañera de gobierno—. Pues cuando aquel otro chaval se cargó al profesor de un machetazo, tú fuiste el que se empeñó en decir lo del brote, a pesar de que estaba claro que lo había planeado.
—¡Ay! Sí que lo había planeado, ¿verdad? —interviene la Remei—. A nosotros ya nos sonó a cuento aquello del brote psicótico, pero como nos dijeron que era por el bien del proceso...
—¡Pero todavía están estos aquí! —se desespera el Conseller—. Venga, envíenlos a su casa y vamos a ver cómo marcha el interrogatorio —le ordena al Jefe se seguridad.
El de seguridad traslada con un gesto la orden a un subordinado y conduce a los dos Consellers hasta el recóndito cuartucho en que se lleva a cabo el interrogatorio. En su interior, encuentran al chaval y a dos adultos manejando muy excitados sendas play stations.
—¡Toma ya! Otro invasor desintegrado, y este tenía cañón de rayos. Ya casi pasamos al tercer nivel, Antoni —proclama entusiasmado el presidente de la asociación de orientadores.
—Sí, y en cuanto yo me cargue el súper tanque cuántico que guarda la puerta de la fortaleza de Mordor, podrás enfrentarte al emperador con tu espada láser —proclama el psicólogo, pulsando febrilmente su teclado.
—¿Se puede saber qué cojones están haciendo? —pregunta exasperado el de Interior.
—Calla, calla, no les interrumpas —le dice al oído la Consellera—. Están empatizando con el muchacho, haciéndole ver que están de su parte, que comparten intereses, ganándose su confianza, vamos.
—Mira guapo —ruge el Conseller, arrebatándole al chaval su teclado—, ahora mismo me vas a responder a lo que te pregunte, o te arreo una guantá que te desencuaderno. ¿Tú sabes que tus padres te han abandonado y se han ido a Siria?
—Mis papás no me han abandonado, mis papás son muy buenos —declara indignado el mozalbete—. Y se han ido a Siria para realizarse vitalmente como seres humanos, para cumplir lo que para ellos es una obligación moral.
—¿Sí, eh? ¿Y tú por qué le has cortado un huevo al President? ¿También por obligación moral?
—No, lo he hecho porque mis papás me dijeron que así la Generalitat me llevaría a un albergue en el podría estudiar y en el que me cuidarían hasta que sea mayor y pueda irme con ellos si me apetece.
—Hombre, señor Conseller —tercia el pedagogo—, la verdad es que el chico tiene razón; estrictamente no puede hablarse de abandono. Los padres del muchacho han sido responsables, han respetado las preferencias de su hijo y se han preocupado de dejarlo en buenas manos.
—Es cierto —lo apoya el psicólogo—. Y preciso es reconocer que, equivocados o no, los padres han obrado de manera consecuente con sus más íntimas convicciones, lo que habla en favor de su calidad humana. Está claro que no es un caso de familia desestructurada.
Salam Aleikum —saluda desde el interior de su burka la Jefa del Departamento de Interculturalidad, que llega en ese momento—. ¿En qué puedo ayudarles?
—¡Pero es que me quieren volver loco! —lloriquea el de Interior.
—Hombre, señor Conseller, es que mi obligación es aproximarme en lo posible a la cultura de la familia del muchacho; no querrá usted que peque de eurocentrista —se justifica la de Interculturalidad.
—¿Y quién es el anciano que te trajo? —prosigue el interrogatorio el responsable de la seguridad ciudadana, desentendiéndose de los demás.
—No sé. Mis padres me dijeron que esperase en casa, que vendría un señor a recogerme, y ese es el que vino.
—Pues sí que estamos bien —concluye el Conseller—. Bueno, encárguense ustedes del puñetero crío, que yo tengo que ir a leer el comunicado oficial.
Ante la puerta del balcón de las grandes solemnidades, el portavoz de los asesores ya está esperando con un nuevo rimero de folios.
—Aquí tiene, señor Conseller —le dice al entregárselos—. Además de lo del Cid y lo de Puerto Hurraco, también hemos puesto que don Pelayo era de Manresa. Espero que le parezca adecuado.
—Pero hombre, Garriga, no se da cuenta de que eso podría indisponernos con los inmigrantes magrebíes, que ahora empiezan a apoyarnos.
—¡Ah! Pues es verdad, no lo había pensado. No se le pasa a usted una, señor Conseller. Hay que ver qué visión política la suya. Bueno, entonces pondremos que el de Manresa era Almanzor.
—Deje, deje, ya lo corregiré yo sobre la marcha, que no podemos hacer esperar más a las masas —se impacienta el President en funciones, y sale al balcón.
Para su asombro, en la plaza de Sant Jaume apenas quedan unas docenas de personas, que se entretienen bailando sardanas y haciendo castellets.
—¡Pero bueno! ¿Y esto? —exclama decepcionado el de Interior.
—Pues ya ve usted —le dice, compungido, el asesor—. Es que como lo del huevo ha trascendido, los mesetaris y los botiflers han montado tal rechifla en las redes sociales que se están riendo de nosotros en medio planeta. Ahora sí que nos han puesto en el mapa. Por lo demás, las feministas radicales nos han retirado su apoyo, porque dicen que haber interrumpido el proceso por un huevo más o menos es una clara muestra de machismo. Los transexuales también nos han retirado el suyo, por lo menos mientras el President no se corte también el otro huevo. Y por si fuera poco, el Barça va perdiendo en casa tres a uno contra el Rayo Vallecano. Como usted comprenderá, eso no hay espíritu soberanista que lo soporte.
—¡Pues sí que estamos buenos! ¡Otra vez vuelta a empezar!
Por Gonzalo Guijarro Puebla.