13 AÑOS DE CRÓNICAS EN ‘CATALIBANES’ 

12 de agosto de 2015

Golpismo del caro

Es el último artículo de Josep-Lluís Carod-Rovira, aparecido el 6 de agosto bajo el título «Contra la legalitat» (‘Contra la legalidad’), de una repugnancia tal que empujaría a cualquiera a agotar la gama completa de antieméticos disponibles en las farmacias catalanas, esas a las que Artur Mas no les paga los medicamentos desde ni se sabe cuándo. Y constituye además un claro llamamiento a la rebelión, que difícilmente quedaría sin respuesta de la fiscalía en otros países de nuestro entorno:
«Buena parte de los argumentos recurrentes contra la independencia de Cataluña, por el lado español, da igual en Madrid que en Barcelona, ​​se basan en la afirmación de que este propósito es incompatible con la legalidad. Y, por tanto, que será el uso de esta legalidad lo que impedirá las aspiraciones nacionales de nuestro pueblo. Lo dicen y se quedan tan anchos pensando, tal vez, que tan solo mencionando la ley ya nos tiemblan las piernas. Curiosa legalidad esta que va contra los intereses de los ciudadanos cuando, de hecho, es la ley la que debe estar al servicio de la gente y no la gente al servicio de la ley. Las leyes deben facilitar la vida a las personas y contribuir a hacer posibles sus objetivos, no complicárselos o bien impedirlos u obstaculizarlos. Se habla de la ley como si fuera del libro en mayúscula en las religiones monoteístas (la Torá, la Biblia, el Corán), con lo que se llega a sacralizar, como es el caso de la constitución [sic] española, cuando resulta, además, que la Alianza Popular de la época no votó a favor...».
Las leyes democráticas se han revelado, con el transcurso del tiempo, como la única fórmula comprobada de convivencia pacífica en sociedad. Salvaguardan nuestras vidas y haciendas, garantizan nuestros derechos y nos protegen frente a arbitrariedades o abusos del poder. Son lo único que consigue alejarnos de la barbarie. Y merecen el máximo respeto de todo demócrata auténtico.

Por otra parte, Carod-Rovira no es el primer separatista en propalar esa falacia sobre AP: precisamente fue Manuel Fraga Iribarne (1912-2012), fundador de Alianza Popular —el 9 de octubre de 1976—, uno de los siete ponentes encargados de la redacción del anteproyecto de Constitución por la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso de los Diputados. El texto definitivo (Boletín Oficial de las Cortes, número 170) fue aprobado en el Congreso el 31 de octubre de 1978, por 325 votos afirmativos, con 6 votos en contra, 14 abstenciones y 5 ausencias (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, núm. 130). De los 16 representantes de la formación antecesora del Partido Popular en la Cámara Baja, 8 votaron a favor, 5 en contra y 3 se abstuvieron. Los dos senadores del partido, Abel Matutes y Francisco Cacharro, manifestaron su apoyo en la votación celebrada ese mismo día en la Cámara Alta (Diario de Sesiones del Senado, núm. 68).
«Y se hace pasando por alto, generalmente, el origen de la legalidad, quién la ha hecho, quién la ha aprobado, con qué objetivos, en qué contexto histórico y con qué condicionantes».
El “origen de la legalidad” reside y residía entonces en la nación española, que el 15 de junio de 1977 había elegido libremente a sus representantes políticos en las Cortes Constituyentes y que, posteriormente, el 6 de diciembre de 1978, refrendó con el 87,78% de votos afirmativos (15.706.078) el Proyecto de Constitución aprobado por estas, con una elevada participación del 67,11% (17.873.301); el respaldo obtenido en Cataluña rebasó la media española: 90,46% (2.701.870 sufragios), con una participación que fue también más alta, del 67,91%. Los “objetivos” no eran otros que dejar atrás el franquismo y construir un sistema democrático. Y el “contexto histórico” lo conoce él perfectamente: transitar hacia el régimen actual, donde ha podido defender sus ideas políticas sin cortapisas y con total libertad (y vivir muy bien de ello), a pesar de que su partido, ERC, fue responsable de la tortura y el asesinato de miles de civiles en Cataluña durante la Guerra Civil.

En octubre de 2011, hizo el siguiente
balance de la reunión que en 2004
había mantenido con la cúpula de
ETA en Francia: «Valió la pena»
El que fuera vicepresidente de la Generalidad en el primer tripartito continúa con su manida artimaña de contraponer legalidad a voluntad popular, cuando en las democracias aquella emana siempre de esta:
«Las leyes, en democracia, siempre son el resultado de la correlación de fuerzas establecida por los ciudadanos en las urnas. La democracia es, en buena parte, una cuestión de demografía, demografía de las ideas, si se quiere, pero demografía al fin. En este caso, pues, es obvio que la opinión del pueblo catalán nunca podrá ser tenida en cuenta y respetada, en España, porque siempre seremos minoría demográfica. Y en caso de que consigamos alguna victoria parcial, como el último estatuto, para lo cual tienen su tribunal constitucional pensado para filtrar la voluntad popular, siempre que les plazca».
“La opinión del pueblo catalán”, por lo demás diversa y —afortunadamente— nunca única, recibe la misma consideración que la del resto de españoles cada vez que somos convocados a unas elecciones, sean municipales, autonómicas, generales o europeas; así como también en los referendos. Y resulta lógico que las minorías no puedan imponer su voluntad a la mayoría. En ninguna nación sucede lo contrario, de hecho. Un burdo intento de confundir el suyo, luego del cual Carod-Rovira enarbola otro clásico del separatismo: la invocación de la sentencia del Estatuto como casus belli y eterno motivo para la falsa victimización. Los artículos modificados, y los total o parcialmente derogados por el Tribunal Constitucional, lo fueron porque colisionaban con nuestra Carta Magna. El principio de la jerarquía normativa impide que las normas contravengan a aquellas de mayor rango. Teniendo el Estatuto de Cataluña, de 2006, carácter de Ley Orgánica, no podía vulnerar la Constitución, de donde emanan todas las leyes, las instituciones y los poderes del Estado. Los políticos nacionalistas no cumplieron su deber de elaborar un texto estatutario conforme a esta.

Como al parecer no tenía pendiente reunirse con ningún jerarca etarra, siguió escribiendo:
«No tener en cuenta el origen de la legalidad vigente en un territorio, en cada momento, es hacer trampa. Durante el franquismo, el derecho de asociación era inexistente porque iba contra la legalidad y afiliarse a un partido político o a un sindicato era ilegal, el derecho de reunión también lo era, como la libertad de expresión, de manifestación o el derecho de huelga, justamente porque iban en contra de la legalidad vigente. Era tras el amparo de esta legalidad antidemocrática donde se refugiaban los capitostes de la dictadura. Ahora que hay derechos básicos individuales reconocidos, pero no colectivos, el pueblo catalán se ve impedido para avanzar en su proceso de emancipación nacional porque este es ilegal, según la constitución española. Y quizá sea necesario que recordemos el origen del actual sistema institucional español: una monarquía nombrada a dedo por el dictador y una constitución que fue hecha en inferioridad de condiciones por parte de los partidos de tradición democrática, bajo la mirada atenta de los militares, “padres de la constitución”, también, en algunos artículos fundamentales. Fingir que todo esto no existe es esconder la cabeza bajo el ala».
Por cuarta vez en su pieza periodística escribe el término Constitución con la c en minúscula, lo cual podría ser intencionado: siendo el autor licenciado en Filología Catalana por la Universidad de Barcelona, y habiendo desempeñado el puesto de Técnico superior de planificación lingüística de la Generalidad entre 1981 y 1988, sin duda conocerá los preceptos ortográficos del catalán, lengua original del artículo, que señalan su incorrección. La psicología infantil ha estudiado cómo en sus dibujos los niños tienden a representar mediante figuras más pequeñas (y alejadas del centro del papel) a las personas que detestan. Curiosamente, no resulta infrecuente encontrar en foros de Internet a separatistas que, en su afán despreciativo, incluso llegan a poner, literalmente, «espanya».
«Desde el punto de vista legal, pues, estamos en un callejón sin salida, porque, además, el tribunal constitucional ha frenado, frena y frenará cualquier aspiración colectiva que, a su juicio, no encaje en el marco constitucional. Un tribunal, recordémoslo, profundamente político y con miembros designados por los mismos partidos que usan la constitución como amenaza y como freno. Hay momentos en que la democracia y la legalidad no van por el mismo camino. Hay momentos en que legalidad y justicia tienen muy poco que ver».
¿Y quién decide qué leyes son justas y cuáles, injustas? ¿Cada uno escoge las que más le gusten y las que no, simplemente, se las salta? Las normas pueden cambiarse, pero nunca transgredirse. Independientemente de la palabrería con que adorne sus intenciones, desde el momento en que alguien se cree legitimado para violentar el orden constitucional estamos ante un vulgar golpista.
«Hay que ser conscientes, pues, de que se acerca el momento en que el pueblo catalán tendrá que actuar de acuerdo con sus intereses y aspiraciones, diga lo que diga la legalidad española. Y que el camino que decidimos recorrer sólo podrá ser hecho contra la legalidad actual, una legalidad que sustituiremos por una propia, catalana y democrática. La legitimidad de esta nueva legalidad catalana se levantará frente a la legalidad española hija de la transición. Cuando es todo un pueblo el que va contra la legalidad es que ya ha llegado el momento en que, precisamente, se puede decir en voz alta que es la legalidad la que va contra todo un pueblo».
Recurre impúdicamente Carod-Rovira a suplantar la voz de Cataluña, ocultando a los lectores la polarización, la profunda división de opiniones existente en la sociedad sobre este asunto de la secesión.

La bajísima factura intelectual de sus razonamientos esgrimidos de ningún modo justificaría que se le tildase de golpista barato, por cuanto la maquinaria propagandística y de agitación de la que forma parte el medio que publica su torticero artículo nos cuesta a todos los contribuyentes un dineral: Nació Digital, un Egin en versión catalanista que incluso aventaja en la cantidad y en el tono de las aberraciones al extinto periódico batasuno, recibió durante el segundo semestre de 2014 del departamento de la Presidencia de la Generalidad 132.325,71 euros (22.017.146 pesetas) en subvenciones (Resolución PRE/725/2015, de 13 d'abril; DOGC núm. 6858, 24/04/2015).

Una cifra en la que, obviamente, no están incluidas las cantidades cobradas además por la inserción de publicidad institucional del Gobierno autonómico.

5 de agosto de 2015

2

Anda la secta muy silenciosa últimamente. Apenas se les oye. El año pasado por estas fechas ya estaban anunciando a bombo y platillo el show con que tenían pensado amenizarnos en la Diada del 11 de septiembre: un gigantesco mosaico humano a lo norcoreano en forma de v, con adultos y niños —¡muchos niños, muuuchos!— obedientemente uniformados, con camisetita amarilla unos; de color rojo la otra mitad.

Este año en cambio ni siquiera me he enterado de qué preparan. Alguna mamarrachada de las suyas, eso seguro, profusa en grititos histéricos, chutes de victimismo y semblantes con mirada perdida. Pero el caso es que su ímpetuosa omnipresencia de antaño en los medios parece haberse esfumado. No se les ve organizar hitlerianas marchas nocturnas con antorchas, ni conciertos “por la libertad” en el estadio del Barça. Los referéndums con urnas de cartón son cosa del pasado. Y en las carreteras uno ya sólo se cruza con vehículos y no con cadenas humanas. Todo lo cual abona en bastantes optimistas la convicción de que cayeron abatidos por la derrota. ¡Nada más lejos de la realidad!


Además de para adoctrinar políticamente al pasaje,
el reparto gratuito de periódicos en los transportes
públicos sirve a la Generalidad para subvencionar
encubiertamente a la prensa afín
Los admiradores de los golpistas Lluís Companys y Francesc Macià están, simplemente, agazapados, al acecho. En paciente espera de su oportunidad... tras las elecciones. Pero de las generales más que de esas autonómicas convocadas anteayer para el próximo 27-S, porque es cuando planean extorsionar a placer al previsiblemente débil Gobierno de la nación emergido de las urnas.

Lo que se ha dado en mal llamar «proceso soberanista [sic]» no es sino un acelerón imprimido por Artur Mas a la operación separatista puesta en marcha 35 años atrás por Jordi Pujol («hoy paciencia, mañana independencia», coreaban sus colaboradores directos y sus acólitos, mientras en Madrid el Molt Honorable cleptócrata fingía contribuir a la estabilidad del Estado con su interesadísimo apoyo parlamentario y era elegido «El español del año»).

E intuyo que el chulesco desafío de Mas, o pisotón de gas a fondo, viene siendo apoyado desde el principio por dos clases de nacionalistas: los líderes iluminados y el populacho persuadido por la propaganda, de una parte; y un segundo grupo, más realista, integrado por políticos catalanistas de diversas tendencias y por determinada élite empresarial, que pese a haber atisbado la improbabilidad de una secesión inmediata, con la agitación provocada buscan arrancarle al Gobierno todavía más privilegios a través de un estatus especial para esta Autonomía (el blindaje de competencias en materia lingüística y educativa, el reconocimiento oficial de Cataluña como “nación”, unas estructuras judiciales desconectadas de las del resto de España ―para garantizarse la impunidad de sus corruptelas perpetradas y por cometer― y derecho de veto en ciertas decisiones del Ejecutivo son algunas de las reivindicaciones que ya intentaron colar en la elaboración del último Estatuto).

Así como un pacto fiscal o concierto económico, por supuesto; con una agencia tributaria propia. ¿Para conseguir definitivamente el famoso “encaje de Cataluña en España” con el que tanto nos han machacado? No, al revés: para poder sufragar los enormes costes que conlleva una secesión.

Porque para crear una nación de la nada y ponerla en el mundo (esto es: obtener la aceptación de la ONU y de las potencias de mayor peso, incluirla en los principales foros y tratados internacionales habiéndola dotado antes de sus preceptivas estructuras de Estado para cubrir las apariencias, establecer acuerdos comerciales con otros países, emitir deuda pública con posibilidades de éxito, etc.) hay que comprar muchas, pero que muchas voluntades. Y a muy caro precio.

Ni existe ese espejismo de una versión moderada del nacionalismo, ni resulta posible contentar a este con nada. Quienes proponen soluciones a base de fórmulas federales y asimetrías se engañan o nos engañan. Porque es un movimiento político con dos objetivos irrenunciables: desgajar Cataluña de España y anexionarse después otros territorios (fantasmagoría imperialista de los «Países Catalanes»). Y no parará hasta alcanzarlos, sin reparar en tiempo ni en gastos.

Mientras tanto seguirá creciendo en número de adeptos, fanatizando a las masas, inoculando odio cainita, acaparando cuotas de poder político y social, y colonizando culturalmente las regiones de las que pretende apropiarse. Continuará sobornando a medios de comunicación mediante subvenciones. Y las escuelas catalanas nunca dejarán de proveer generaciones de fieles con la mente convenientemente programada, merced a la competencia de Enseñanza que hace décadas fue transferida a la Generalidad.