Algunas personas con no pocas dosis de candidez creen que si esta vez Convergència i Unió consigue formar gobierno tras las elecciones autonómicas, la situación de las libertades en Cataluña mejorará. Craso error. Sus formas son algo menos zafias que las del tripartito, eso es cierto. Pero sigue siendo una candidatura nacionalista. Y, dejemos de engañarnos, no existe el nacionalismo moderado. El nacionalismo responde a una única mentalidad y persigue un solo fin: la secesión. Indiferentemente de bajo qué siglas se presente y de cuánto se haya propuesto exprimir al resto de España antes de la ruptura.
Lo que nos trae CiU es todavía más liberticidio y persecución lingüística servidos en vistoso estuche por un vendedor de aspiradoras a domicilio que se llama Artur. Por uno con corbata de seda y sonrisa falsa. Más falsa que las cuentas del Palau y de Banca Catalana juntas. Casi tanto como la estructura del túnel de El Carmelo.
Totalitarismos como erradicar el español de las escuelas (la célebre inmersió; Ley 7/1983, de 18 de abril, de normalización lingüística en Cataluña), exigir cuotas de emisión en catalán para la concesión de frecuencias de radio y televisión, y las multas por no rotular en la lengua de Lluís Prenafeta (Ley 1/1998, de 7 de enero, de Política Lingüística) los instauró el pujolismo. Que también tejió el vasto entramado de medios periodísticos domesticados mediante generoso subvencioneo, el célebre “pesebre”. Lo que han hecho los gobiernos posteriores de los dos tripartitos es continuar la aplicación de esas leyes y directrices. Con enorme celo, desde luego.
Además, esta CiU no es ni mucho menos la misma que la de antes. Aquélla jugaba a la ambigüedad, a amagar y no dar, al sí pero no, al quizás aunque tal vez... Eso pasó a la historia. Actualmente, la formación se ha definido ya como abiertamente separatista. Cuelga banderas secesionistas (estelades) en sus sedes, y las ondea en sus mítines y en el spot de su campaña. Oriol Pujol, el hijo del Molt Honorable expresident —el biológico, se entiende; pues el hijo ideológico es y será siempre don Artur—, chilló a favor de la independencia en la manifestación del 10 de julio («yo, personalmente, la quiero», anunciaba la criatura ante los micrófonos de Catalunya Ràdio). Esa misma independencia por la que Mas viene diciendo en los últimos meses que votaría afirmativamente en un referéndum. Y fue la Convergència de ambos la que presionó a la Entidad Metropolitana del Transporte para que multase a quienes festejaron nuestro triunfo en el Mundial de Sudáfrica colgando muy irritantes banderitas españolas en sus taxis.
En el debate televisado el domingo 21 por TV3, Artur Mas hizo el mejor resumen posible de su doctrina e intenciones en tan sólo una frase que dirigió a dos de sus oponentes (y que es como para salir corriendo a pedir asilo político en alguna dictadura africana):
«Miren si este país es tolerante que ustedes vienen a la televisión nacional de Cataluña y hablan en castellano, y no pasa nada».
Qué gran corazón el suyo. Cuán indulgente. Ésa es la auténtica faz de nuestra realidad aquí en la región, que quienes no somos nacionalistas y encima nos expresamos en tan antipático idioma, somos simplemente “tolerados”. Y durante el periodo electoral nada más, que nadie se ilusione. Mientras nos piden el voto.
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