Artur Mas está henchido de satisfacción con su flamante cargo de presidente de la Generalidad. Si hasta diríase que flota. Por lo pronto, y para que le traiga suerte, en su recién estrenado camarote-despacho se ha colocado un timón que dice perteneció a su bisabuelo.
De él debe de haber heredado ese porte marinero y la mano firme con que piensa gobernar la nave autonómica. Lo que no sabemos es si nos llevará a Serbia, al narcoestado de Kosovo —que tan entusiasmados tiene a los nacionalistas porque creen que sienta un precedente jurídico internacional favorable a cualquier secesión— o a Liechtenstein, diminuto principado donde ciudadanos poco ejemplares evaden capitales para burlar al fisco.
Aunque no nos desvele demasiado, él parece tener claras las ideas. Y es que pasar siete años varado en Puerto Oposición, repasando las cartas marítimas de navegación, dan para mucho. El pasado domingo 9 de enero supimos un poquitín sobre sus náuticas intenciones. Durante una larga entrevista se lo susurró al director del hipersubvencionado diario La Vanguardia, José Antich, quien abría el relato del encuentro con estas palabras:
«Artur Mas i Gavarró (Barcelona, 1956) acaba de asumir la presidencia de la Generalitat coincidiendo con una encrucijada histórica de las relaciones entre Catalunya y España».
Lamentable y harto reveladora introducción. Para empezar, cuando se redacta un texto en lengua española no se escribe Catalunya, sino Cataluña. Del mismo modo que nadie pone London, New York, France, los United States of America o United Kingdom. Es una ridícula reverencia gramatical al nacionalismo. ¿Y qué es eso de «las relaciones entre Catalunya y España»? ¿Es que ya se han separado? Cabría hablar, en todo caso, de las relaciones entre Cataluña y el resto de España, dado que no son dos entidades aparte: la una integra y forma parte de la otra. Que alguien así haya llegado nada menos que a dirigir un periódico de gran tirada evidencia el grado de servilismo y pobreza cultural de esta taifa, donde los intelectuales han sido sustituidos por esbirros.
Metidos ya en la travesía del pregunteo, el almirante Mas se arrancó con respuestas como éstas:
«La transición nacional consiste en virar la nave de la España autonómica de los últimos treinta años hacia el derecho a decidir del pueblo catalán».
Nuestro nuevo dirigente no sólo es avezado navegante en los procelosos mares de la política, sino también en los de la semántica. Razón por la cual se nos hace imprescindible recurrir al Diccionario Arturés-Español/Español-Arturés para comprender que, en realidad, está diciéndonos algo así como: ‘Esto de la transición nacional es un pamplina que se me ha ocurrido a mí para denominar la fase siguiente al pujolismo, y que consiste en terminar de exprimir a España antes de abandonarla’.
«Nosotros estamos dispuestos a seguir colaborando en el Estado español pero con un cambio de registro. Si España pretende que el diseño de las autonomías que se hizo en su momento es inamovible, ahí no hay punto de encuentro sino de ruptura».
Traducción: ‘O el Gobierno central se deja chulear y cede a mis exigencias, o agito a la chusma y provoco la secesión ya mismo’.
Mas acaba de recibir el apoyo de otro insigne marino, Jordi Pujol, aquel opulento superviviente del buque Banca Catalana cuyo naufragio en los años ochenta tan caro nos costó a los contribuyentes españoles: 83.027 millones de pesetas, a través del Fondo de Garantía de Depósitos. El antaño ambiguo expresident por fin se deja de fingimientos y ha alentado la separación de Cataluña en un editorial del boletín del Centro de Estudios Jordi Pujol, que es una fundación dedicada a estudiar de todo excepto el paradero del tesoro del Banca Catalana, todavía sin aparecer.
Veremos cómo termina el viaje.
(En la imagen: don Artur, hecho un Popeye, parece otear inexplorados horizontes de extorsión política al Estado).
No hay comentarios:
Publicar un comentario