Permanecieron desiertas las playas; los parques, sin gente; cines y cafeterías hubieron de cerrar por ausencia de público; y en los bingos de 48 municipios catalanes, ayer domingo no se cantó otra cosa que un hondo lamento ante la inexistencia de clientes.
Al grito de “¡Libertad, libertad, por el fin de la colonización, libertad!”, una inmensísima, enorme, abrumadora, desmedida, masiva, excesiva, desbordada, descomunal, inabarcable y nunca antes vista muchedumbre se lanzó literalmente contra las urnas para votar a favor de la secesión de Cataluña. Las colas resultaron kilométricas, e interminables las horas de espera para depositar el anhelo desmembrador en forma de papeleta dentro de una libertadora urna. Después, todos regresaron emocionados a sus casas dando pequeños saltitos —que eran, en realidad, pasos de sardana— y, al llegar, abrazaron fuertemente contra su pecho un retrato de Santiago Espot mientras se disponían a aguardar la inminente proclamación de la República Catalana desde algún balcón institucional.
Las cifras no pueden ser más elocuentes, 86 de cada 100 mayores de 16 años (inmigrantes ilegales incluidos) pasaron cantidad de ir a votar por considerar, quizás, que tienen otras prioridades en sus vidas. Y de entre quienes se acercaron a las mesas, el 7,5% eligió la continuación del orden constitucional vigente. Y es que, al igual que en las anteriores tandas de pseudoreferéndums, quedó demostrado lo que tanto tiempo llevan repitiendo los separatistas de forma rotunda, inapelable: que la población de Cataluña ansiamos mayoritariamente la independencia, ¡claro que sí!
Ahora, una vez apagados los focos y barridos los restos del aquelarre, flotan dos preguntas en el aire: ¿con qué dinero se está pagando todo esto? ¿Por qué se les permite utilizar indebidamente los censos oficiales, con los que podrían estar confeccionándose una lista negra de desafectos a la causa?
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