No olvido lo mucho que me impactó una escena de la cadena humana en la Diada de 2013: la mal llamada Vía Catalana. Durante toda la tarde seguí su retransmisión en directo a través de TV3% o como se llame eso que tanto dinero nos cuesta de nuestros impuestos. Sería injusto no reconocer que la cobertura informativa del evento era impresionante: unidades móviles, conexiones simultáneas, reporteros desplegados por múltiples puntos del trazado, mapas, banderas, infografía, analistas, comentaristas y tertulianos en el estudio. Sintonías musicales, entrevistadores y entrevistados, micrófonos para registrar el jacarandoso sonido ambiente, helicópteros sobrevolando. Puede que algún que otro dron. Y niños, muchos niños. Algunos de ellos, animados por sus mayores a colocarse ante la cámara para echarse un precioso canturreo antiespañol.
El caso es que cuando al fin arribó la mágica hora de las 17:14, repleta de simbolismo para esta grey, repicaron las campanas de las iglesias y todos se agarraron de las manos con ridícula solemnidad. La mirada, perdida. Seriedad absoluta en sus rostros. Impasible el ademán. Y bastantes de ellos, vistiendo las camisetitas amarillas que al módico precio de doce eurazos cada una, tita Carme Forcadell les había endilgado en nombre de la causa.
Permanecieron en esa pose exactamente un minuto. Después del cual sobrevino la consabida explosión de grititos histéricos (In-inda-indapandanchi-á!! GÑÑÑÑ!!), seguida de un sonoro aplauso que se dedicaron a ellos mismos.
Y ahí es cuando vino lo bueno. Porque tras esos escasos dos minutos que la astracanada tardó en concluir, la mayoría quedaron desconcertados, mirándose unos a otros, sin querer marcharse pero sin saber tampoco lo que hacer. Como preguntando para sí: ¿ya está, esto ha sido todo? Habían hecho un montón de kilómetros hasta aquella carretera en medio de la nada, ¿y sólo para eso? Así, unos optaron por sentarse en el arcén, esperando no se sabe qué, mientras los demás deambulaban de un lado a otro entre desconocidos, tratando de hacer tiempo y resistiéndose a regresar. Yo diría que aguardaban el milagro: el anuncio por megafonía de la proclamación de la República Catalana en aquel preciso instante. Y que quizás no fuese hasta entonces cuando comprendieron la futilidad de su acción. Que tanto esfuerzo y tanto gasto en el desplazamiento (despilfarro de tiempo, y también de dinero en esta terrible época de crisis) no habían dado los frutos inmediatos que imaginaban. Que las cosas continuaban exactamente igual.
Aquella fue sólo una de tantas movilizaciones, entre las que cabe citar: una gran marcha sobre Barcelona, la creación de una gigantesca V, un soporífero recital musical en el estadio del Barça con cantantes olvidados u olvidables, un adulterado tricentenario, mosaicos humanos norcoreanos, desfiles de antorchas a lo hitleriano, misivas de súplica a altos mandatarios europeos, lloriqueos a la ONU, una declaración de soberanía del Parlamento autonómico tan fraudulenta como esperpéntica... hasta culminar con el ilegal referéndum de autodeterminación del pasado 9 de noviembre, que ninguna autoridad impidió.
Pero tras tan monumental despliegue escenográfico y litúrgico, parece que el cansancio y el desaliento cunde entre las bases. Varias fuentes informan que incluso podrían estar produciéndose agrias disensiones en el núcleo dirigente del proceso separatista: los políticos y las bien engordadas entidades agitadoras. Han jugado ya todas sus bazas. Salvo una declaración unilateral de independencia (a lo cual todavía no se atreven; todavía), ninguna otra provocación más les queda por intentar. Y sistemáticamente toparon en cada ocasión con la pasividad del Gobierno, que se limitó a ir traspasándole el problema al Tribunal Constitucional.
Unos, han criticado severamente esta ausencia de respuesta de Mariano Rajoy, y no descartan que sea fruto del miedo o de un bastardo interés por mantener la puerta abierta a futuros pactos con CiU tras las elecciones. Para otros en cambio, la inacción de nuestro presidente obedece a una inteligente estrategia de desgaste del secesionismo, consistente en ignorar su creciente nivel de afrentas y rehuir toda confrontación para evitar que se victimice.
Enigmático personaje este tal Brey, quien pese a la intención anunciada por Artur Mas de abrir por el mundo 50 nuevas pseudoembajadas en los próximos meses, sigue pagándole ―entre otras― las facturas de las farmacias catalanas.
Ese estafador de Arturito Menos hace tiempo que tendría que estar fuera de servicio como todos los catalibanes nazi-onalistas porque han envuelto al pueblo catalán en la más atroz de las mentiras, una historia inexistente.
ResponderEliminarPero España sigue pagando al traidor como ha ocurrido otras veces en la historia, como con aquel otro ladrón y traidor de Pau Claris que entregó Cataluña al francés y tuvieron que devolverla a su sitio los mismos que ahora pagan y callan.
¿Pero que par hacía falta?
Muy bueno y muy acertado.. menuda pantomima para nada.
ResponderEliminarEstos trileros del independtismo engaña a su pueblo como a chinos.